28 octubre 2013

Para saber sanar hay que saber enfermar (y otras cosas que nunca aprendo de esta vida).


Los enfermos empezaron a apelotonarse y a quedarse en sus casas. Había enfisema. Había pulmones maltrechos. También asma, bronquitis y toses. El aire era tan espeso que lo llamábamos la pasta. Enredados en las ráfagas de aire venían manojos de pelos sueltos. Serpentinas rubias o bien negras robadas de cabezas magulladas. Las células atascaban las chimeneas y surcaban las veladas. Aunque la tele volvió a cortarse por culpa de las interferencias, los hombres de la radio describían la catástrofe hasta cuando dormíamos: edificios enteros de apartamentos arrasados por las escamas de piel; estadios de béisbol llenos hasta arriba; superficies de lagos y océanos cubiertas de una capa tan densa que se podía caminar enteramente sobre ellos. Los penachos de materia en polvo flotaban sobre nuestros jardines. Batían contra nuestras ventanas, haciendo ruidos de bajo. Aprendí a respirar con bocanadas más cortas. El calor de la incubadora subió tanto fuera que te deshacías en sudor, y luego volvió el polvo. Incrustándose en los ojos. Taponando las narices. Una noche, finalmente, el techo de mi sala de estar sucumbió bajo todo aquel peso. Y a menudo lamentaba no haber estado allí, en alguna parte, bajo todas aquellas escamas.
Blake Butler
en El atlas de la ceniza

2 comentarios:

Epentesis dijo...

Muy buena elección...

aleskander62 dijo...

"Todos los días son redondos o abuñolados."