30 noviembre 2014

Mi juventud pide merced para cantar.







Caminábamos, caminábamos en la noche sintiendo el olor aún de la canción. Habíamos ladrado con un micrófono los camiones hacían ruido pero eran tiernos. David quiso la muerte de México y Jesús confesó al público que ya no hay espacio para hacer comparaciones con el amor. Aquí estamos reunidos los enfermos, los que hoy tenemos júbilo, los que brindamos la delgadez de Sonrics la belleza de Xel-Ha, la diminuta pero intensa juventud de Rangel. Mira, estamos Aleida y César tomándonos unas cervecitas, cotilleando en el hotel, pensando en la belleza de Alonso. No manches, Luna, no manches. Que toca despertar del sueño y el trabajo se acumula en la computadora y quieres escribir sobre los terroristas que llaman terroristas a los poetas pero en realidad son ellos los terroristas, cabrones terroristas. Caminábamos, mira. Caminábamos después de que Pablo nos cantara unas canciones y mira, mira cómo os estoy amando esta noche mientras me quedo dormida en un sofá de Zapopan. Me reconozco en el acento de Alex, me reconozco en nuestros países no tan lejanos. Que once horas no son nada comparadas con las once vidas que querría vivir para estar a vuestro lado. Caminábamos por una calle infinita. Allí eran las tantas y en mi país todo amanecía. Caminábamos y yo imaginaba a mis gatos relamiéndose, a mi marido tecleando con fuerza, a mis poemas sobre la maternidad burlándose de mí en una carpeta de Dropbox. Mira, aún no soy mamá pero me siento la mamá de todo esto. Abrazo a Aleida y abrazo a Alex y abrazo a Jesús que me presta su chaqueta para el frío extraño de Jalisco. Creo que me he enamorado de las estrellas, de la contaminación, y de esta salsa picante que me consume el estómago y me achina los ojitos. Quiero estar aquí, quiero quedarme aquí, quiero largarme de esta carretera oscura porque no tengo miedo pero tengo vergüenza. A veces pienso que mi hora termina y que no puedo seguir jugando a ser joven poeta, qué tonto pensamiento eh, qué tonto. No manches, Luna, no manches. Empieza a sangrarme el dedo y ensucio el poema que alguien me ha regalado esta noche. Estamos felices, pienso, pero miro a mi alrededor y me pregunto cuántos de nosotros habremos intentado alguna vez suicidarnos. Pero miro alrededor y también me digo que ninguno vamos a morir, ninguno, sin haber cumplido al menos uno, dos, tres, cuatro, cinco, mil millones de sueños. Me pongo la máscara de Dante, desnuda en el hotel, bailo en bragas negras frente al espejo y me creo de Tijuana. Tengo el pelo azul. Estoy cansada. Creo que mi marido ya se ha despertado al otro lado del charco y le pido que me entretenga que me ayude a superar el Jet Lag, que no puedo dormir porque estoy leyendo un poema demasiado bueno y porque sólo me he tomado tres cervezas. No sé. No sé. Caminábamos y pensaba en mis bebés, y pensaba en mi trabajo, y pensaba en mi vida, y pensaba en mil novecientos noventa, y pensaba en mi carrera, y pensaba en mi madre, y pensaba en todos vosotros, y pensaba en que por qué habría dejado de fumar y pensaba en que quiero que mi matrimonio sea siempre tan entrañable como el de Ricardo Limassol bailando con su esposa una canción de fiesta en mitad del Primer Piso. Debo tener el corazón muy pequeño porque a veces siento que explotará con todo lo que guardo dentro. Caminábamos y me dolían los tobillos. Y aunque hoy, ahora, me siento vieja: tiemblo de sólo pensar cuánto  y cuánto queda por delante.  Que es mucho. Que es mucho. Que es mucho y huele a color violeta. 

15 noviembre 2014

Arrancaste estos dientes con un hilo.

Jessika Tarr
La semana pasada la fotógrafa Dara Scully estrenó el pequeño libro Dientes de leche, en el que un montón de poetas a las que admiro escribían sobre la infancia, lo salvaje de la mirada de los niños, y la animalidad de sus cuerpos crecientes. Daniela Camacho, Natalia Litvinova, Carmen Juan o Ruth Llana, entre otras tantas, ponían voz a esa infancia que tan atrás quedó, y a la que a veces queremos regresar, porque sólo significa refugio. Hace unos meses Scully me pidió un texto perteneciente al libro Pensamientos estériles, y yo le dije que sí. Sin embargo, un poco después, me di cuenta de que tenía que escribir algo nuevo. Últimamente he abandonado algo este blog (siento que si hablo sólo os contaré lo mismo, la misma pena, los mismos dolores, el mismo no saber), pero quiero compartir con vosotros este texto que me inspiró Dientes de leche, y que sin la oportunidad que la joven fotógrafa me brindó no habría podido ser escrito. La bonita antología digital la podéis leer aquí. Mi texto, os lo copio a continuación. 

ARRANCASTE ESTOS DIENTES CON UN HILO

no me gusta la leche
y eso no quiere decir que no sea buena
Letitia Ilea

Aprendo lo que significa sarro cuando aprendo lo que significa diente.
Mamá escondía mis incisivos entre sus tesoros,
quería que el recuerdo de la infancia mordiera al recuerdo del tiempo,
quería, quizá, que algún día yo los encontrara tan tiernos y tan brillantes
como al principio. Aprendo lo que significa basura cuando aprendo
lo que significa luto. Tiro entonces las muelas, los colmillos,
las ridículas gotas de sangre seca que aún huelen a empaste y a anestesia
en aquellas pequeñas cajas de madera que guardaba en su cajón.
Me deshago de mis dientes. Me deshago del recuerdo, lo tiro a la basura
porque lleva consigo palabras que no quiero. Aprendo que ahora el sarro
se parece demasiado a las cenizas. Mi boca. El sabor grisáceo de la
muerte. Mi boca. El sabor grisáceo de los dientes blancos. Mi boca.
Me atraganto impaciente con su leche. La bebo hasta que eructo o la bebo
hasta que lloro. Aprendo lo que significa lágrima cuando aprendo
que ella se ha marchado y que mis manos y mis ojos y mi infancia
fueron su mayor tesoro.  

06 noviembre 2014