Mi amigo Enrique siempre me descubre grandes lecturas. El último día que pasé en nuestro desierto me dejó un libro de un poeta bastante extraño -y de mirada intensa- llamado Nichita Stanescu. Unos meses antes tanto él como Ruth ya me habían descubierto la lectura de Birgitta Trotzig. Les estoy infinitamente agradecida. El poemario de Trorzig es una verdadera joya dentro de mi biblioteca, y Stanescu se está convirtiendo en otro de esos autores extraños pero inspiradores que una agradece haber leído. Del libro Once elegías (Ediciones del oriente y del mediterráneo, 2000) me interesan varias cosas que van desde la forma hasta el contenido, pasando por el estado de ánimo desde el que parecen estar escritos sus versos. La voz es afectada pero no quejumbrosa, al contrario, su testimonio es cruel, fuerte y reivindicativo. Sus dolencias -las del poema o las del poeta- son las de cualquier humano, o mejor, las de cualquier animal sintiente. No sé. Aún me quedan varias relecturas para terminar de comprender algunas de las imágenes aquí expuestas, pero como Enrique adivinó, he prestado especial atención al texto Décima elegía, cuyo vocabulario y sentido se parecen mucho a aquello que más me interesa ahora (y siempre) que es la poesía y el cuerpo y cómo hacer hablar a ese cuerpo a través de la palabra poética: su enfermedad, su digestión, su tacto, etc. A continuación os copio este extenso poema. Inspirador. Bestial. Cómo no amarlo.
Estoy enfermo. Me duele una herida
pisoteada entre cascos de caballos
huyendo.
El invisible órgano,
aquel sin nombre siendo,
el no-oído, la no-vista,
el no-olfato, el no-gusto, el no-tacto,
entre ojo y tímpano,
entre dedo y lengua,
al atardecer me han desaparecido
simultáneamente.
Llega la vista, la primera; después,
pausa,
no existen ojos para lo que viene;
llega el olor; después el silencio,
no hay fosas nasales para lo que viene;
después, el gusto, vibración húmeda,
después, una vez más, privación;
después, los tímpanos para los
perezosos
movimientos de eclipse;
después, el tacto, el acariciar,
deslizamiento
sobre una ondulación tendida,
invierno helado de los movimientos
siempre con la superficie nevada.
Pero yo estoy enfermo. Estoy enfermo
de algo entre el oído y la vista,
de una especie de ojo, una especie de
oreja
no inventada por las eras.
El cuerpo rama sin hojas,
el cuerpo cervuno,
enrareciéndose en el espacio libre
conforme a las leyes sólo óseas,
indefensos me ha dejado
los suaves órganos de la esfera
entre vista y oído, entre gusto y
olfato
extendiendo muros del silencio.
Estoy enfermo de muro, de muro
derribado
de ojo-tímpano, de papila-olfateadora.
Me han pisoteado aéreamente
los abstractos animales,
huyendo despavoridos de abstractos
cazadores
asustados por un hambre abastracta.
Y han pasado sobre el órgano no
revestido
por carne y nervios, por tímpano y
retina,
y a merced del vacío cósmico dejado,
y a merced de la voluntad divina.
Órgano oblicuo, órgano extenso,
órgano oculto en ideas, como los
humildes rayos
en la esfera, como el hueso llamado
calcáneo en el talón de Aquiles
alcanzado por una flecha mortífera;
órgano
ondeado hacia fuera
del cuerpo estrictamente marmóreo
y habituado sólo a morir.
Heme, enfermado por una herida
imaginada entre la Estrella Polar
y la estrella Canope y la estrella
Arturo
y Casiopea del cielo del atardecer.
Me muero de una herida que no ha cabido
en este cuerpo mío apto para las
heridas
gastadas en palabras, pagando arancel
de rayos
en aduanas.
Aquí estoy, tendido sobre piedras, y
gimo,
los órganos hechos trizas, el maestro,
ah, está loco porque él padece
del universo entero.
Me duele que la manzana sea manzana,
estoy enfermo de pepitas y de piedras,
de cuatro ruedas, de la lluvia menuda,
de meteoritos, de carpas de lona, de
manchas.
El órgano llamado hierba me han
pastado los caballos,
el órgano llamado toro me ha sido
apuñalado
por el relámpago torero y por el
zigurat
que tú, ruedo de arena, tienes.
El órgano Nube se me ha disuelto
en lluvias torrenciales, rápidas,
y del órgano Invierno, que te integra,
siempre me estás renegando.
Me duele el diablo y el verbo,
me duele el cobre, el euforbio,
me duele el perro, y la liebre, el
ciervo,
el árbol, la tabla, el decorado.
El centro del átomo me duele,
y la costilla, la que me mantiene
alejado
por el límite del cuerpo
de los restantes cuerpos y divinos.
Estoy enfermo. Me duele una herida
que me llevo sobre una bandeja
como el final de San Juan
en un baile de implacable adoración.
No sufro de lo que no se ve,
de lo que no se oye, no se paladea,
de lo que no se huele, de lo que no
cabe
en el encerebramiento angosto,
esquelético de mi persona,
puesta ante la vista de aquel mundo
simple,
aguantando otras muertes que las
muertes
por él inventadas para que ocurran.
Estoy enfermo, no de canciones,
sino de ventanas rotas,
del número uno estoy enfermo
porque no se puede dividir
entre dos tetas, dos cejas,
dos orejas, dos talones,
dos piernas incapaces de permanecer
en su correr.
Porque no puede dividirse entre dos
ojos,
dos errantes, dos uvas,
dos leones rugientes, y entre dos
mártires descansando en hogueras.
Nichita Stanescu