Siempre me he preguntado, ¿qué pasa en Francia? ¿Por qué es tan difícil encontrar lo que están haciendo los poetas más jóvenes? Desde que abrí Tenían veinte años y estaban locos, encontrar estas nuevas voces ha sido una de mis mayores obsesiones. Más allá de Lysiane Rakotoson o de Irène Gayraud, pocas cosas aparecían ante mis ojos que realmente merecieran la pena. Pero de pronto llegó mi colega Arturo Sánchez y me dijo que leyera a Al-amin Emran (París, 1989), un autor de esos que como el propio Sánchez o nuestro querido Meza, también presenta una poesía desbordante. Emran es de París, dije, pero también ha vivido en Droma, Ardecha, Vaucluse y Rabat. Actualmente cursa un máster de letras modernas en la Sorbonne-Nouvelle, y trabaja sobre El culto del yo, de Maurice Barrès. Desde hace años escribe una novela, y desde hace no tanto decidió dedicarse a la poesía. Es este rasgo narrativo el que hace tan particulares sus versos. Quiero agradecer al autor haber querido cedernos este texto, y quiero agradecer a Arturo Sánchez el descubrimiento, y también la traducción de este complicado y magnífico poema. Ojalá lo disfrutéis tanto como yo. Ojalá os haya gustado este pequeño y tan especial ciclo:
*
PECADO
DE ABRIL
Y
EL SUPLICIO DE LA PRIMAVERA
Abril
apesadumbrado mamaba de la teta del Tiempo cuando una voz ventosa se
levantó. Estos ululatos de una estación perentoria y contra la cual
rezongábamos antaño no sin terror se ahogaron en la extensión del
bosque desierto.
Los
meses alimentados en deshilo se resfriaban.
Octubre,
con un puro en los labios, se peinaba los amorosos bigotes humeantes
que le salían de las narinas, y acto seguido declaró la pilosidad
propicia a un ramo de barbas. El asentimiento del conciliábulo
formado por seis personificaciones evaluando la candidatura fue
unánime. Muchas eran las que, vecinas cercanas, escupiendo hojas en
abundancia, derramaban de una a otra sus brumas purpurescentes y
respectivas.
El
petricor de las tormentas de verano llenaba la atmósfera de un vasto
olor de prurito, hasta tal punto que los contornos, al ceder bajo
ciertas podredumbres, curvas y líneas que de costumbre separan
distintos objetos del mundo, parecían esparcirse como una coloración
fallida.
Y
a Julio, en cuclillas cerca de un ciprés, cebado de palabras harto
elocuentes y licorosas, le dio un hipo acerado si bien húmedo.
Bajo
el efecto de la nube mancillada por su desaparición, el sol revestía
lentamente una palidez ovoide y que, cual cortina, caía entre la
turba de árboles; un esguín, cuyas escamas tintinearon, reanimando
así el alumbrado tórpido, desbordando del ondeo de la orina en
silencio, enlazaba el hilillo serpenteante de mocos que vertía la
uretra de Noviembre.
Hubo
quien farfulló que individuos en manga corta deambulaban
impunemente.
El
grasiento Octubre eructó su risa.
Tanto
le alborozaba este discurso que cada embocadura de su cuerpo exudaba
cataratas de grasa y saliva.
Aquellos
que de la naturaleza conservaban una imagen dulce se pusieron a
vomitar de inmediato. Los más retorcidos, rojas sus mejillas
impúdicas, cenaban una mezcla de llamas que aspiraban en estado
sólido, clamando:
“¡Regurgito
en tu plato para honorar tu invitación!”
(Esta
mixtura que les drogaba fue suministrada por una firma mundialista
que manipula, en abismales laboratorios, toda sustancia de
un punto de vista genético.)
Y
los supervivientes, blanco de todas las mofas, – tratados a veces
de viejos gilipollas
– pusieron sobre el río estancado que meaban las lenguas sus ojos
rebosantes de combates.
Las
sombras desaparecieron juntas.
Un
astro, torvo polluelo en una pupila blanca, cavaba por consejo de las
hayas (muertos cuyas ramas los huesos parecían) un claro humano.
La
cena cuajaba con presteza cuando una serpiente peluda pasó, rozando
a ciempiés y lombrices.
Este
tótem empapado en negrura celeste se abismó en el vientre del
Tiempo mientras Abril mamaba. Y unas arrugas mínimas como seis
pestañas de ancestro nadaron sobre la protuberancia ballena que un
esfuerzo de succión consumía.
El
nivel de tierra disminuyó.
Cuando
se hubo tragado mil estratos vivos enteros, una ovación total se
elevó del gran festín que, cual defecación, tensó tendones y
nervios.
Seguidamente
fueron amasados sobre un tocón sus derrames bronceados.
No
lejos de una pastelería,
dos homúnculos se destripaban. Sus congéneres caídos de los sauces
chillaban como mangos maduros. De vez en cuando alguien increpaba
este comportamiento retrógrado, acusando a la cerveza o a la brisa.
Finalmente, al salir volando uno de ellos con una máquina, la gente
gritó: “Es un profeta!” – y estos tipos enclenques y tuertos,
a menudo faltos de dedos, aplaudieron frente a los oradores que
blandían carteles.
Solo
Octubre, que seguía expulsando a ritmo lento circularidades
humeantes, brillándole un ojo bajo la superficie líquida, manoseaba
con indolencia su sotana de grasa.
Algo
sin embargo cosquilleaba su quietud. A lo lejos, en el remanente de
vegetación que les rodeaba, daba botes una silueta. Cuando ambas
criaturas se encontraron a una distancia apropiada, el desconocido
profirió un “buenos días” de una cortesía y de una dulzura
extremas. Joven galán atlético, Primavera enarbolaba una corona de
flores de rododendro.
Octubre
no se movía.
Sin
pronunciar palabra – también algo sorprendido – observaba al
visitante, tal vez imaginando paciente un postre potencial, en
cualquier caso listo para saltar sobre esta confianza que venía
ofreciéndose.
“¿Y
se puede saber quién eres tú?”
“Habiendo
dormitado después de un banquete, me desperté solo. Primero tuve
miedo, pero pronto me adapté al desastre inédito que reinaba frente
a mí, pues estoy ávido de nuevas
sensaciones. Este país
donde paseo me parece bueno. ¡Introdúceme entre tus gentes!”
Lentos
regueros rosados brotaron en exceso del cuello cortado.
Oh
mermelada de amor… ¡Gran bote hirviente de confitura! ¡Tus
hermosos gluglús y tu marmita colmaron a Octubre de placer!
Luego,
habiendo temblado un instante como tiemblan las robustas ovejas
degolladas que vuelven a levantarse tras la decapitación, Primavera
avanzó hacia la parte caída de su individuo.
Pero
Abril, ultrajado, abandonó los muslos de su madre, recogió ese
tesoro y se lo tendió; seguidamente asesinaron – comenzando por la
frontera donde se sitúa el abismo anal – al Tiempo, flor que
abrieron como quien separa un gajo de naranja.
Y
el bebé hábil y el cefalóforo partieron silbando hacia el
horizonte arbolado.
1 comentario:
¡Una maravilla! Gracias por el descubrimiento.
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