20 noviembre 2012

Glaciares calientes (o bien: un post sobre la temperatura en la voluntad lectora).


Ayer, mientras ultimábamos la botella de Blanc Pescador que religiosamente consumimos en esta casa, día sí, día también, día no, o viceversa, Ibrah y yo tuvimos una conversación que no ha dejado de aparecer en mi mente durante la lectura de Glaciares, la primera novela de la autora Alexis M. Smith que Alpha Decay viene de publicar.

Fue Ibrah el que hacia la mitad de la cena comenzó esta charla a propósito de ese momento en el que “la madurez del lector” choca con “la madurez del narrador”, poniendo como ejemplo dos casos bien cercanos —nosotros mismos—, y refiriéndose especialmente a cómo asumimos nuestras obras primerizas en relación a los sentimientos que estas contienen, pues todos ellos están enfrentados, y cómo, a lo que después nos ha interesado hacer, crear, investigar, sentir, leer. No ha pasado tanto tiempo desde que termináramos de escribir nuestros primeros libros —apenas tres años—, pero hemos notado lo difícil que nos resulta a veces hablar de un Fresy cool o de un Poetry is not dead si no es desde la ternura que estos textos nos provocan hoy. Sin embargo esta ternura no tiene tanto que ver con el estilo, ni con la repercusión, ni con las críticas que recibieron... como con las problemáticas que allí se expresaban y con el hecho de que, pasado un tiempo, pueden parecernos sin duda “una cosa de niños”.

Nada nuevo bajo el sol, diréis, y es verdad, aunque es interesante reflexionar sobre ello en nuestra calidad de lectores y no desde el punto de vista creativo. ¿Por qué, por ejemplo, me interesa más —y aunque ambos me gusten— aquel cuento de Gonzalo Torné sobre las parejas —el matrimonio, la fidelidad, el tiempo, los celos—, que la forma en que Carlota Moseguí retrata las relaciones –desquiciadas, jóvenes, alocadas— en su nuevo cuento? Y no hablo de la calidad, ni de que el primero sea un novelista experimentado y la segunda una principiante. Lo que aquí me hace sintonizar más con un relato que con otro es mi propia experiencia ante los problemas morales que cada uno investiga. Un asunto de madurez que nada tiene que ver, a veces, con la edad del escritor, ni con la del lector. Es algo que va más allá, e Ibrah lo demostró con otro ejemplo que da la vuelta al anterior. Pensemos, dijo, en Anne Carson y en Maite Dono y en sus poemas sobre los celos, el desamor o la respectiva ¿belleza? de sus respectivos maridos. Carson elige la contemplación, la frialdad, el cuchillo silencioso pero afilado. Dono elige la explosión, la granada de mano, la sangre que salpica al lector. Dos posturas ante un mismo tema que puede parecer ridículo, ¡los celos!, dos posturas que pueden satisfacer más o menos al lector y ante las que Ibrah se aventura a juzgar: bien a la primera, mal a la segunda. Como dije antes: es sólo cuestión de voluntades. El autor literario es aquí un termómetro y al lector le corresponde elegir su temperatura predilecta.

Llegados a este punto, vuelvo al origen del post, y a Glaciares. Lo cierto es que no sé si me ha gustado. No sé. No sé. Yo creo que sí. Al menos lo suficiente como para haber querido reflexionar sobre algunas de las cosas que la autora me ha aportado. Bien, Alexis M. Smith no es tan joven. Ya no lo es. Sin embargo su libro podría considerarse juvenil. Muy ingenuo. Una historia sobre el descubrimiento del placer por la lectura, el amor que uno siente hacia las cosas bonitas, los recuerdos de la infancia y todas esas cosas que en ocasiones resultan demasiado cursis, y no porque así lo sean, sino por el modo —esa emoción desmedida— con el que la autora nos habla de Isabel, su extraña protagonista.

El principal problema de Glaciares, en relación con todo lo anteriormente dicho, tampoco se encuentra en su temática, ni en su trama, ni en sus personajes... ¿cuántas veces hemos leído sobre lectores, cuántas veces los escritores han escrito sobre escribir? (¿Y cuántas sobre amor, y sobre muerte, y todos esos grandes temas... acaso importa?) ...sino en la temperatura sofocante que Alexis M. Smith ha elegido para su termómetro. Un calor, sin embargo —y aquí es donde quería llegar por fin— entrañable. Amable. Gracioso. Un calor que evoca aquella ternura sobre la que Ibrah y yo conversábamos ayer por la noche. Un calor que convierte este pequeño relato en una obra bonita, de esas que a veces queremos que pasen por nuestras manos porque nos recuerdan aquella idea de la Literatura que teníamos cuando comenzamos a coleccionar libros... y qué curioso, pues de eso va Glaciares. De eso van las primeras obras. A eso huelen y así calientan. Por eso son tan importantes. Por eso, tan complicadas de juzgar.

2 comentarios:

Sico Pérez dijo...

La identificación con lo que se lee, suele ser una de las más eficaces redes para quedar atrapado por un texto; me identifico con este post, con su sentimiento, pero no tengo respuestas o quizás no me gustan las respuestas. Por qué putas olvidar el desquicio y la sangre efervescente? Siempre es un crimen crecer.

Bar Glaziar (P.Reial) dijo...

Vignemale, très jolie.