Lo que a continuación os copio es un fragmento de una de las novelas más bonitas que he leído últimamente. Y cuando digo bonita digo bonita. Una novela sobre la infancia, sobre la crueldad en la niñez, sobre la pobreza, sobre los años ochenta o principios de los noventa a las afueras de Nueva York. Una historia familiar y bestial y brutal escrita por Justin Torres, desconocido hasta ahora en nuestro país pero alabado ya por la crítica en el suyo. Su prosa me recuerda en este libro a un extrañísimo cruce entre Los hermosos años de castigo de Fleur Jaeggy y el genial Junot Díaz. Mirad qué fluidez y qué poesía. Mirad cuánto ruido y cuánta sangre:
QUERÍAMOS MÁS
Queríamos más. Aporreábamos la mesa con los mangos de los tenedores hacia arriba, golpeábamos los cuencos vacíos con las cucharas; teníamos hambre. Queríamos más volumen, más alboroto. Girábamos el botón del televisor hasta que nos dolían los oídos con el vocerío airado de los hombres. Queríamos más música en la radio; queríamos ritmo; queríamos rock. Queríamos músculo en nuestros flacuchos bracitos. Que nuestros huesos de pájaro, huecos y endebles tuvieran más densidad, más peso. Éramos seis manos ávidas, seis pies zapateando el suelo; éramos hermanos, varones, tres pequeños reyes en eterna discordia, siempre pidiendo más.
Cuando hacía frío, nos peleábamos por las mantas hasta hacerlas jirones. Cuando hacía frío de verdad, cuando el vaho se escarchaba al salir por nuestra boca, Manny se metía en la cama con Joel y conmigo.
-Calor humano -decía.
-Calor humano -conveníamos.
Queríamos más carne, más sangre, más calor.
Cuando nos peleábamos, recurríamos a las botas, herramientas, alicates; nos abalanzábamos sobre lo primero que encontrábamos y lo lanzábamos por los aires; queríamos más platos rotos, más cristales hechos añicos. Más estrépito.
Y cuando papá llegaba a casa nos llovían los azotes. Los redondos cachetitos del trasero se nos despellejaban: rojos, en carne viva, desollados a correazos. Nosotros sabíamos que más allá del dolor, más allá de aquel escozor, había otra cosa. Una intensa quemazón irradiaba de nuestros muslos y nuestras nalgas, el ardor ascendía hasta consumirnos los sesos, pero sabíamos que había algo más, que papá pretendía llevarnos a algún lado con todo aquello. Lo sabíamos, porque papá se aplicaba en la tarea con meticulosidad, con precisión, sin prisas. Estaba despertándonos; estaba llevándonos más allá de aquel dolor y de aquel desgarro, y a ese lugar no se llegaba precipitadamente.
Cuando papá se iba, los tres queríamos ser padres. Cazábamos animales. Bregábamos entre el cieno del arroyo, a la búsqueda de ranas toro y culebras de agua. Arrancábamos a las crías de tordo de sus nidos, por el gusto de sentir el latido de sus minúsculos corazones, el forcejeo de sus minúsculas alas. Acercábamos sus minúsculas cabezas a las nuestras.
-¿Quién es tu papi? -les decíamos, y luego, entre risas, las dejábamos caer en una caja de zapatos.
Siempre más, siempre con ansia de más. Pero había veces, momentos de paz, cuando mamá dormía, cuando llevaba dos días sin haber pegado ojo y cualquier ruido, cualquier crujido en las escaleras, cualquier puerta al cerrarse, cualquier risita ahogada o simple voz podía despertarla, en aquellas mañanas sosegadas, cristalinas, cuando deseábamos protegerla, proteger aquella confusa cabeza de chorlito, a aquella mujer calamitosa, extremosa, con sus dolores de espalda y sus dolores de cabeza y su cansancio, su extremo cansancio, aquella criatura desarraigada de su Brooklyn natal, aquella mujer sin pelos en la lengua, siempre con lágrimas en los ojos cuando nos decía que nos quería, su amor ambiguo, su necesidad de amor, su calidez, en aquellas mañanas cuando la luz del sol encontraba los resquicios en nuestras persianas y se tumbaba sobre la moqueta formando nítidas franjas, en aquellas mañanas tranquilas cuando los tres nos servíamos por nuestra cuenta los copos de avena y nos despatarrábamos boca abajo con papeles y colores, con canicas que procurábamos no entrechocar, cuando mamá estaba durmiendo, cuando el aire no olía a sudor, aliento o mojo, cuando en el aire había paz y luz, en aquellas mañanas cuando el silencio era nuestro juego secreto, nuestro regalo y nuestro único logro... entonces queríamos menos: menos peso, menos trabajo, menos ruido, menos padre, menos músculos, piel y pelo. No queríamos nada, nada más que eso, solo eso.
Justin Torres,
de Nosotros los animales (Mondadori, 2012)