27 noviembre 2012

Aproximaciones a la belleza del marido.


Egon Schiele
Los hombres que me gustan son mitad niño (aquí), mitad hombre. Los hombres que me gustan son mitad hombre, mitad mujer (aquí): y no me refiero con esto último a algo físico, sino a algo puramente literario, esto es: la manera punzante con la que Ellas los describen. 

Y pienso entonces en que yo también habría podido amarlos. Pienso, entonces, en Ted Hughes (sólo en su personaje, desde la voz de Plath), o en Joan-Marc (narrado a través de Clara en Hilos de sangre), o incluso en aquel huidizo e infantil ser que Carson nos retrataba en La belleza del marido.

Todos ellos son hombres mentirosos e infieles, todos ellos guapísimos y estúpidos, todos mitad hombre, mitad niño. Pequeños demonios sucios que crecieron y nos deslumbraron. Que se merecen todo nuestro odio. Que acaban recibiendo toda nuestra compasión.

[...]
No conseguiste engañarme. Te reconocí enseguida.

El árbol y la piedra resplandecían, sin sombras.
Mis dedos se alargaron, translúcidos como el cristal.
Empecé a brotar como una rama en marzo:
Un brazo y una pierna, un brazo, una pierna.
Y así ascendí, de piedra a nube.
Ahora parezco una suerte de dios
Flotando en el aire, con mi ropaje de alma
Pura como una lámina de hielo. Y eso es un don.
(Sylvia Plath)

25 noviembre 2012

Madre de todas las flores.


tres secos golpes de alas (más pájaro que mariposa) dentro
del corazón
y luciérnagas
unas pocas y débiles luciérnagas encendiendo y apagando
sus fanalitos
por la tupida oscuridad de la cabeza
no hay aire -ni dolor- en la cerrada mansión de la durmiente

María Rosa Maldonado


Cuanto más leo sobre la enfermedad, más cuenta me doy de que es un tema del que cada vez sé menos. Cuanto más leo, más aspectos desconocidos descubro. Más lecturas pendientes acumulo... Hay tanta literatura a propósito. Hay tantas enfermedades sobre las que escribir. Hay tanto por leer. Hay tanto por saber: y, lo cierto, es que no sabemos nada.

Lo pensaba a raíz de una de mis últimas lecturas, el libro Atzavara (kriller71edicioes, 2012) de María Rosa Maldonado. Una especie del canto a la mente (¿enferma o curada?) a la medicina (¿o al veneno, o al litio?), a la enfermedad (¿o a la vida, acompañada de ella?) o a la poesía que nace de la enfermedad (¿como una flor surgiendo en tierra estéril?). Pero aquí, Atzavara de María Rosa Maldonado no es una flor. Pero aquí, Atzavara de María Rosa Maldonado son miles de flores surgiendo del lado más oscuro de nuestras vidas, pues con un lenguaje áspero y una dificilísima ordenación de los versos, los sentimientos y las referencias, consigue finalmente mecernos. Darnos la enfermedad. Darnos la flor. Darnos su propia y particular medicina.

Con todo la autora me ha recordado a una especie de Ingeborg Bachmann a la que le han robado los verbos, a una especie de Joyce Mansour sin pasillos, o a incluso a una suerte de Leopoldo María Panero, sumergido en la brevedad de un destello.

Quería contaros además que este es la segunda publicación de la joven editorial kriller71ediciones. La encontré un día en mi buzón gracias a la generosidad de su editor, Aníbal Cristobo. Hoy he puesto una cita de María Rosa Maldonado en Facebook (que ha gustado mucho, y que arriba vuelvo a copiaros) y más tarde le he dado las gracias al editor en un mensaje privado. “Me ha encantado el libro de Maria Rosa”, le dije, pensando yo en ella como en una suerte de autora secreta que el Cristobo venía de descubrir. “Me alegro”, respondió él, “es mi madre”. 

Entrañable. Pensé entonces. Y en mi me mente se reconfiguraron todos los esquemas: Enfermedad + Literatura = Familia = Enfermedad + Literatura = Sus flores. Ad infinitum.  

24 noviembre 2012

Ted Hughes. Ted Hughes. Ted Hughes.

Aleksandra W. 
Rojo

El rojo era su color.
Si no había rojo, blanco entonces. Pero rojo
era todo lo que te envolvía.
Rojo sangre. ¿Era sangre?
¿Era ocre rojizo, para confortar a los muertos?
Hematita para hacer inmortales
los preciosos huesos heredados, los huesos de familia.

Cuando al fin te saliste con la tuya
nuestra habitación fue roja. Una sala de juicios.
Un cofre cerrado para gemas. La alfombra de sangre
con diseños oscurecidos, como coágulos
Las cortinas -sangre rubí de pana,
cataratas de pura sangre del techo al suelo.
Igual los cojines. El mismo
rojo carmín en los bancos bajo la ventana.
Una celda marcada. El altar de un templo azteca.

Sólo las estanterías escaparon en su blancura.

Y fuera de la ventana
amapolas finas y frágiles
como piel sobre la sangre,
salvias, de las que tu padre tomó tu nombre,
como sangre brotando de una laceración,
y rosas, las gotas últimas de tu corazón,
arteriales, catastróficas, condenadas a muerte.

Tu falda larga de terciopelo, un manchón de sangre,
espléndido color borgoña.
Tus labios bañados de carmesí profundo.
Te deleitabas en el rojo.
Yo lo encontraba duro -como los bordes crujientes de gasa
en una herida reseca. quise tocar
ahí una vena abierta, la costra del destello.

Todo lo que pintabas lo pintabas blanco
y luego lo salpicabas de rosas, lo derrotabas así,
rosas lagrimosas, rosas y más rosas,
y a veces, entre ellas, un pequeño pájaro azul.

El azul hubiera sido mejor para ti. Azul son alas.
Sedas azules como el martín pescador de San Francisco
envolvieron tu embarazo
en un crisol de caricias.
El azul era tu espíritu cordial -no el necrófago demonio
electrificado, sino un guardián, solícito.

En el foso del rojo
te escondías de la blancura de hueso de la clínica.

Pero la joya que perdiste era azul.  

Ted Hughes
(de Cartas de cumpleaños)

23 noviembre 2012

La llegada del minotauro.

Bromeamos: Varou-fáker. Le digo ¿Puedes poner cara como de "le tengo muchas ganas a este libro"? La pone. Primero leí a Yannis y ahora a Yanis. En último encuentro algo extrañamente poético. Algo difícil. Muchas metáforas. Introducción. Sorpresa. Necesidad. Una cita. 

El filósofo alemán Schopenhauer nos reprendió a nosotras, las humanas modernas, por engañarnos creyendo que nuestras creencias y acciones están sometidas a nuestra conciencia. Nietzsche coincidió con él al sugerir que todas las cosas en las que creemos, en cualquier momento dado, no reflejan más verdad que la del poder de otro sobre nosotras. Marx metió a la economía en la estampa, reprendiéndonos por ignorar la realidad de que nuestros pensamientos han sido secuestrados por el capital y su ansia acumuladora. Por supuesto, aunque sigue su propia y férrea lógica, el capital evoluciona inconscientemente. Nadie diseñó el capitalismo y nadie puede civilizarlo ahora que va a toda máquina.
Tras evolucionar sencillamente, sin consentimiento de nadie, nos liberó rápidamente de formas más primitivas de organización social y económica. Generó máquinas e instrumentos (materiales y financieros) que nos permitieron apoderarnos del planeta. Nos permitió imaginar un futuro sin pobreza, donde nuestras vidas ya no están a merced de una naturaleza hostil. Pero, al mismo tiempo, al igual que la naturaleza produjo a Mozart y al sida usando el mismo mecanismo indiscriminado, también el capital produjo fuerzas catastróficas con tendencia a provocar discordia, desigualdad, guerra a escala industrial, degradación ambiental y, por supuesto, crisis financieras. De un tirón, generaba —sin ton ni son— riqueza y crisis, desarrollo y privación, progreso y atraso.
¿Podría ser entonces que el crash de 2008 no fuese más que nuestra oportunidad periódica para darnos cuenta de hasta dónde hemos permitido que nuestra voluntad esté subyugada al capital? ¿Acaso fue una sacudida que debía despertarnos a la realidad de que el capital se ha convertido en una «fuerza a la que debemos someternos», en un poder que desarrolla «una energía cosmopolita, universal que quiebra cualquier límite y cualquier vínculo y se presenta como la única política, la única universalidad, el único límite y el único vínculo»?
Yanis Varoufakis

20 noviembre 2012

Glaciares calientes (o bien: un post sobre la temperatura en la voluntad lectora).


Ayer, mientras ultimábamos la botella de Blanc Pescador que religiosamente consumimos en esta casa, día sí, día también, día no, o viceversa, Ibrah y yo tuvimos una conversación que no ha dejado de aparecer en mi mente durante la lectura de Glaciares, la primera novela de la autora Alexis M. Smith que Alpha Decay viene de publicar.

Fue Ibrah el que hacia la mitad de la cena comenzó esta charla a propósito de ese momento en el que “la madurez del lector” choca con “la madurez del narrador”, poniendo como ejemplo dos casos bien cercanos —nosotros mismos—, y refiriéndose especialmente a cómo asumimos nuestras obras primerizas en relación a los sentimientos que estas contienen, pues todos ellos están enfrentados, y cómo, a lo que después nos ha interesado hacer, crear, investigar, sentir, leer. No ha pasado tanto tiempo desde que termináramos de escribir nuestros primeros libros —apenas tres años—, pero hemos notado lo difícil que nos resulta a veces hablar de un Fresy cool o de un Poetry is not dead si no es desde la ternura que estos textos nos provocan hoy. Sin embargo esta ternura no tiene tanto que ver con el estilo, ni con la repercusión, ni con las críticas que recibieron... como con las problemáticas que allí se expresaban y con el hecho de que, pasado un tiempo, pueden parecernos sin duda “una cosa de niños”.

Nada nuevo bajo el sol, diréis, y es verdad, aunque es interesante reflexionar sobre ello en nuestra calidad de lectores y no desde el punto de vista creativo. ¿Por qué, por ejemplo, me interesa más —y aunque ambos me gusten— aquel cuento de Gonzalo Torné sobre las parejas —el matrimonio, la fidelidad, el tiempo, los celos—, que la forma en que Carlota Moseguí retrata las relaciones –desquiciadas, jóvenes, alocadas— en su nuevo cuento? Y no hablo de la calidad, ni de que el primero sea un novelista experimentado y la segunda una principiante. Lo que aquí me hace sintonizar más con un relato que con otro es mi propia experiencia ante los problemas morales que cada uno investiga. Un asunto de madurez que nada tiene que ver, a veces, con la edad del escritor, ni con la del lector. Es algo que va más allá, e Ibrah lo demostró con otro ejemplo que da la vuelta al anterior. Pensemos, dijo, en Anne Carson y en Maite Dono y en sus poemas sobre los celos, el desamor o la respectiva ¿belleza? de sus respectivos maridos. Carson elige la contemplación, la frialdad, el cuchillo silencioso pero afilado. Dono elige la explosión, la granada de mano, la sangre que salpica al lector. Dos posturas ante un mismo tema que puede parecer ridículo, ¡los celos!, dos posturas que pueden satisfacer más o menos al lector y ante las que Ibrah se aventura a juzgar: bien a la primera, mal a la segunda. Como dije antes: es sólo cuestión de voluntades. El autor literario es aquí un termómetro y al lector le corresponde elegir su temperatura predilecta.

Llegados a este punto, vuelvo al origen del post, y a Glaciares. Lo cierto es que no sé si me ha gustado. No sé. No sé. Yo creo que sí. Al menos lo suficiente como para haber querido reflexionar sobre algunas de las cosas que la autora me ha aportado. Bien, Alexis M. Smith no es tan joven. Ya no lo es. Sin embargo su libro podría considerarse juvenil. Muy ingenuo. Una historia sobre el descubrimiento del placer por la lectura, el amor que uno siente hacia las cosas bonitas, los recuerdos de la infancia y todas esas cosas que en ocasiones resultan demasiado cursis, y no porque así lo sean, sino por el modo —esa emoción desmedida— con el que la autora nos habla de Isabel, su extraña protagonista.

El principal problema de Glaciares, en relación con todo lo anteriormente dicho, tampoco se encuentra en su temática, ni en su trama, ni en sus personajes... ¿cuántas veces hemos leído sobre lectores, cuántas veces los escritores han escrito sobre escribir? (¿Y cuántas sobre amor, y sobre muerte, y todos esos grandes temas... acaso importa?) ...sino en la temperatura sofocante que Alexis M. Smith ha elegido para su termómetro. Un calor, sin embargo —y aquí es donde quería llegar por fin— entrañable. Amable. Gracioso. Un calor que evoca aquella ternura sobre la que Ibrah y yo conversábamos ayer por la noche. Un calor que convierte este pequeño relato en una obra bonita, de esas que a veces queremos que pasen por nuestras manos porque nos recuerdan aquella idea de la Literatura que teníamos cuando comenzamos a coleccionar libros... y qué curioso, pues de eso va Glaciares. De eso van las primeras obras. A eso huelen y así calientan. Por eso son tan importantes. Por eso, tan complicadas de juzgar.

18 noviembre 2012

Cuarenta y ocho horas en Lisboa (2): pensao amor, fábulas, sea me, sex.

(Versión en color)










Ahora ya nos quedamos aquí, como en las manos quedan manchas amarillas de polen
cuando se cortan flores en el jardín al atardecer, muchas flores
para los jarrones del comedor y los dormitorios de los muertos
como el polvo del camino que se cuela por la verja y espolvorea los tallos
como unos cuantos bichos alados o desalados,
y unas cuantas tibias gotas de rocío,
como esas arañas finísimas e inevitables
que anidan entre las flores, y cuando se apaga el rojo ocaso en los cristales
se tiene la sensación de un cuchillo afilado que se arroma
por la sangre y la leche de las flores -una extraña sensación, mezcla
de terror y asesinato- una belleza ciega, amable, aromática e infinita,
una ausencia desnuda. Así es. Todo nos ha abandonado.
Yannis Ritsos

Aeropuerto de Lisboa. 5.00 am. Ciudades hechas de carroña (decía). Hermosa carroña es el mar. La paloma que lame al marinero el empedrado el estómago guarda peces y no nos sentimos mal porque es irremediable la finísima lluvia. El finísimo color. Hacemos sexo inevitable carroña las ciudades con gaviotas son ciudades hermosas porque no temen caer rodar por el empedrado donde pisaste la raspa. Donde criaste las raspas. Ciudades hechas de manchitas y amapola. Mano envejecida. Mano y poema. Agua. 

Cuarenta y ocho horas en Lisboa (1): rush vino verde soja nata.

(Versión en blanco y negro)











Las ciudades quieren ser carroña
por eso
peces en el estómago: hemos roto la dieta para ser marineros:
sabemos mirar
pero no sabemos qué es el descanso.
...
(más)
...

15 noviembre 2012

Nos vamos a Lisboa de luna de miel: mientras tanto yo leo a Ritsos, mientras tanto deseo su virtud.

[...]
Es curioso que, en medio de todos estos cambios,
estas alteraciones, estas reordenaciones, como
suele decirse,
sólo quede, distinguiéndose nítidamente por encima
de todas las muertes,
el cuerpo humano, desvalido, ignorante, inamovible,
prodigioso. Creo
que la única belleza es la ignorancia; la única
virtud -la juventud-
¿cuánto dura? ¿cuánto duramos? Se renueva, me 
dirá,
con las generaciones venideras -no para nosotros,
no para nosotros-, ¿cuál es, entonces, la
renovación?
[...]
Yannis Ritsos

14 noviembre 2012

Mitologías, espejos, coños.

Laia Arqueros

Quiero que los poetas tengan miedo a la inmortalidad y a la permanencia. 
David Meza


No conocía el rostro de Ismene, pero conocía su sexo. No conocía la poesía de Yannis Ritsos pero conocía sus templos. Ritsos nos habla de un espejo, de un reflejo que es la hermana culpándose a sí misma de ser sólo hermana. Los muertos (dice) usted lo sabe, ocupan mucho espacio. Que temo el paso de los ratones porque es el paso sigiloso del tiempo. Mejor, pues (dice) ni gobernar ni ser gobernado. El día de la huelga  un poema se dibuja en griego. Y yo vagando. O leyendo. ¿No es lo mismo? Siempre mirando hacia la oscura esquina del espejo. 
[...]

10 noviembre 2012

"Quiero que mi nacionalidad sea la vida".



Estoy naciendo. La ciudad, ecoastronómicamente política, está orgullosa. Yo estoy orgullosa. Estoy naciendo –hoy, 37 de junio de 1399– estoy naciendo. Del pecho del mundo brota una golondrina de colores. Dios le toma el pulso a mi madre. Dios se ha enamorado de mi madre. Dios besa a mi madre. Dios toca el seno blanquísimo de mi madre. Recuerdo mi vida. Naceré sobre una pradera de balas. Creceré con un traje de marinera, pero nunca conoceré el mar, y cuando lo conozca lo negaré, diré que esa gaviota de arena espuma y agua no es el mar, que el mar es un astro de órbita líquida que al mirarlo te devora el alma. Nací triste. Nací feliz. Nací cemento. Ya no quiero decir nada. Nací humillada. Crecí humillada. Morí humillada en un campo de martillos. Tengo las células de estambre y el abecedario se me desliza como una serpiente de tinta por las piernas. Naceré, creceré, aprenderé a volar y me arrancaré el pico de tanto golpearlo contra las rocas.
David Meza
(de El sueño de Visnu)

08 noviembre 2012

Dos furores: David Foster Wallace y Joan Didion.

Dos furores tardíos pero importantes: mi amor por David Foster Wallace -a quien no descubrí hasta los 18- y mi amor por Joan Didion -a quien no leí hasta los 20, más o menos hace año y pico, por motivos de trabajo, y cuyos dos libracos editados por Literatura Mondadori no hemos podido sostener hasta el mes pasado-. Dos escritores bien distintos por fuera y bien parecidos por dentro que están llenando con sus letras y sus rostros un estupendo otoño. Él con ese libro recientemente editado por la nueva editorial malagueña Pálido fuego (es imposible que una editorial tenga mejor nombre que esta, madremía), y ella con Noches azules (del que ya hablé aquí) y Los que sueñan el sueño dorado (un manual exquisito para aspirantes a periodistas, a escritores, a blogueros... o qué sé yo... a personas). Dos furores tardíos pero importantes. Por eso os invito hoy, a quienes estén por Barcelona, a que se pasen por la presentación de Conversaciones con David Foster Wallace, en La Central de la calle Mallorca (a eso de las 19.30) y a leer a la que ya es una suerte de nueva musa para muchos de nosotros, o, como dice este post en Un blog supuestamente divertido: nosotras. Dos furores tardíos, decía. Pero que ya están aquí. Pero que ya no se van. 

07 noviembre 2012

Nicholas Hughes dijo: maté a una cucaracha en el portal y me acordé de mi madre.

Ilustración de Laura San Román
[...] 
El cáncer es un alimento orgánico y sano. El cáncer es el nombre de mi tribu. Nos pintamos la cara con sangre de cáncer. Nos pintamos la cara con sangre de cucaracha. De alas de cucaracha. De alas de mariposa negra: todo concuerda.

Ahí.

Ahí resiste su cuerpo blanquecino y caliente. Exige precisión pero no acierta. Exige luz pero no brilla. Exige peso pero sus tetas son pequeñas: allí crecí.

Allí.

Tendrás hijos y morirán.

Allí.
[...]



03 noviembre 2012

Hoy no es seis de noviembre, pero como si lo fuera.













Hago como que cumplo 22 años, pero aún me quedan dos días. Hago como que no me importa ennegrecer el suelo, porque en realidad no me importa. La suciedad aquí es sinónimo de alegría, cuanto más sucios más nos queremos, cuanta más ceniza más aguantamos, cuanto más humo, más recordamos el poema de la Fiesta en Andorra y respiramos: hemos vuelto a estar todos juntos. Hago como que cumplo 22 años y ellos me ofrecen presentes de silicona. También las camisetas elegantes, el tarot italiano, la versión tragicómica de Sylvia Plath convertida en conejito. O algo así. Eloy y María me entregan a una Princesa Leia que mueve la cabeza de lado a lado, como yo, más tarde, en signo de agradecimiento ante tal velada. Vamos a casa. Vamos a hacer las paces. Todos con todos. Yo con la fiesta. He vuelto a la fiesta y allí estaba el tabaco. Estaban los nuevos. Los de antes. Los de aquí. Tú y yo y la mascota mirábamos a Ernesto dormir. Todos. Las cuatro eles. Arthur Rimbaud desde el cajón. Los frutos en la encimera: hago como que trago triste y en realidad me gusta. Amanece en Rambla del Raval. Queda menos para el Sur. Queda menos para el seis. Queda menos para Lisboa. Amanece en Rambla del Raval. Hemos despertado a los vecinos. Yo hago como que ya tengo sueño. Pero sigo despierta. Pero sigo despierta.