[Un diario sobre qué
como, dónde y por qué.
Jueves, 4 de julio de
2013. Barcelona
El Club de la
Hamburguesa]
A
Ibrah le molesta que los camareros se apresuren a recoger la mesa
cuando acabamos de dar el último bocado a nuestra comida, y aunque
le doy la razón, también reconozco que el camarero que nos atiende
desde que aterrizamos en El Club de
la Hamburguesa (Valdonzella, 3) no lo ha hecho de mala
gana. Simplemente pasaba por allí, vio las cestitas vacías y se las
llevó de vuelta a la cocina. ¿Os ha gustado?, pregunta. Muy
rico, digo. ¿Postre?, pregunta. ¡No!, suelta
Ibrah, y el pobre camarero se despide apenado y dispuesto a preparar
la cuenta.
*
Salimos
con la tripa más que llena. La mía la sujeto posando las manos
sobre mi pantalón de tiro altísimo (uno heredado de mi madre,
posiblemente fabricado en los 90). Decidimos volver directos a casa
porque hay que seguir trabajando y ya hemos perdido demasiado tiempo
esta mañana, cada uno de reunión en reunión, en uno de esos días
en los que la mente funciona a mil por hora, y la cabeza nos duele
como si algo acabara incendiarse dentro. Salimos con la tripa más
que llena, como siempre, de El Club de la Hamburguesa. Este sitio nos
hace muy felices de cuando en cuando porque sus hamburguesas
vegetales son, sin duda, de lo mejor que hemos probado en Barcelona.
El sitio nos recuerda mucho a Home Burger, aunque con menos encanto
que ese restaurante que tanto recomendaba Popy Blasco en su blog en
2010. Aquí llegamos por primera vez hace más de un año, cuando
ya llevábamos algún tiempo siendo vegetarianos. Vinimos con nuestro
colega Vanity Dust porque a él sí que le encanta comer buena (y
mucha) carne. Y lo genial de El Club de la Hamburguesa es eso, que el
tamaño importa, o lo que es mejor: satisface. Las hamburguesas
vegetarianas las hacen con mucha dedicación, eso se nota. Les ponen
berenjena y semillas, y una salsa que aún no sé de qué es, pero lo
averiguaré: está deliciosa. El pan es consistente y eso ayuda a que
el invento no se desmorone. Hay un punto divertido en ponerse como un
guarro comiendo con las manos, pero se supone que estamos pagando
7,60 € por una hamburguesa (¡¡¡sin patatas!!!) y por ese precio
no quiero tener que usar más de tres servilletas.
*
Me
pincho la insulina, Ibrah coge la bolsa de libros que yo traía de la
reunión y los dos salimos, repito, con la tripa llena. Hemos tomado
dos hamburguesas vegetales, una pequeña ensalada de queso de cabra
con nueces para compartir, un agua con gas para él y una cocacola
light para mí. Un total de 23,60 € que no me parecerían tanto si
no fuera porque en este restaurante hacen menús y ofertas muy
económicas para casi todas sus hamburguesas, excepto para las
vegetarianas. ¿A qué esta “discriminación”, amigos de El Club
de la Hamburguesa? ¿No creéis que estáis rechazando a un gran
número de clientes que consumirían gustosísimos vuestro menú
vegetal entre semana? Si Ibrah y yo no venimos aquí con más
frecuencia, es precisamente por eso.
*
Precisamente
aquí hemos venido a hablar de trabajo. Como dije, yo vuelvo de una
reunión con nuevos retos, con nuevas ideas y también con algunos
cómics de Juanjo Sáez que faltaban en mi colección (aunque lo
cierto es que colecciono cómics y novelas gráficas desde no hace
mucho, me da miedo aficionarme porque las ediciones son preciosas y
jugosas, y la sección de novela gráfica de La Central sería un
peligro absoluto para mi cuenta). A Ibrah también le ha ido bien la
mañana. Desde que los dos trabajamos en casa el hecho de “salir al
mundo exterior” ya es una necesidad (o incluso un lujo), y por eso
uno de nuestros mayores placeres, además de salir a pasear a
mediodía o de pimplarnos cada uno una botella de vino mientras vemos
comedias de situación, es el de ir a comer a sitios nuevos, a
sitios buenos, a sitios extraños, a sitios de donde podamos copiar
recetas para luego reproducir en casa.
*
Porque
cuando la mente está a punto de arder, lo mejor es llenar el
estómago. Y si no engordamos (demasiado), es porque luego volvemos a
quemarlo todo, quizá, con estos nervios que día a día nos
consumen. Comemos y hablamos de trabajo. Comemos y pensamos en
nuestros portátiles, en nuestros teclados, en nuestros correos por
responder, en nuestros deadlines y en nuestros respectivos
jefes. Comemos y otras parejas se sientan a comer. Comemos y rociamos
nuestros panes con clásica salsa Heinz. Comemos y bebemos una
cocacola de lata con los bordes congelados. Comemos y en un momento
dado creo oler desde mi puesto los contenedores que hay al otro lado
de la calle (pero me digo que no, que es imposible que allí huela
mal... y que será un despiste). Comemos y estamos felices y deseamos
que el mediodía se prolongue lo máximo posible porque aún es
jueves y, aunque ya es cercana, nuestros ojos no alcanzan a ver la
siesta del fin de semana.
*
Ibrah
paga la cuenta. Salimos, insisto, con las tripas muy llenas. De
camino a casa pienso en que me gustaría volver a escribir un diario.
Y hablar de comida. Y alabar la comida. Y quejarme de la comida. Y
digo, ¿por qué no? Así que escribo sobre El Club de la
Hamburguesa. En resumen: no está mal.