«Desnudo, púrpura
y envuelto en esa fina película blancuzca a la que los médicos se refieren como
vérnix caseoso, un recién nacido rompe el silencio en la sala de partos con su
alarido y luego calla, casi en señal de respeto, mientras atraviesa la
habitación con una curiosidad inenarrable, dejándose permear por este su nuevo
mundo, y la pureza de quien, afortunadamente, no conocerá el mal hasta dentro
de muchos años. ¿Cómo explicarle su presencia aquí? Más o menos, esa es la
historia que cuenta El arrecife de las sirenas, algo así como una odisea en dos
direcciones: la primera, el tránsito de la nada a la vida; la segunda, una
sucesión de postales que van de Tlaquepaque a Trastévere, de un aeropuerto en
París al templo de Kamakura, de la noche de Oporto al lago de Sloterpark en Ámsterdam...
La búsqueda por el mundo de aquello que reside en ella misma es el hilo que
cose todos estos recuerdos. O como Luna remata al final del arrecife, un libro
cuya felicidad es contagiosa: "lo que me libera del miedo y de la muerte/
es verte vivo en todos mis paisajes". Así sea, Ulises» (Antonio J.
Rodríguez).
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