Los enfermos empezaron a apelotonarse y
a quedarse en sus casas. Había enfisema. Había pulmones maltrechos.
También asma, bronquitis y toses. El aire era tan espeso que lo
llamábamos la pasta. Enredados en las ráfagas de aire venían
manojos de pelos sueltos. Serpentinas rubias o bien negras robadas de
cabezas magulladas. Las células atascaban las chimeneas y surcaban
las veladas. Aunque la tele volvió a cortarse por culpa de las
interferencias, los hombres de la radio describían la catástrofe
hasta cuando dormíamos: edificios enteros de apartamentos arrasados
por las escamas de piel; estadios de béisbol llenos hasta arriba;
superficies de lagos y océanos cubiertas de una capa tan densa que
se podía caminar enteramente sobre ellos. Los penachos de materia en
polvo flotaban sobre nuestros jardines. Batían contra nuestras
ventanas, haciendo ruidos de bajo. Aprendí a respirar con bocanadas
más cortas. El calor de la incubadora subió tanto fuera que te
deshacías en sudor, y luego volvió el polvo. Incrustándose en los
ojos. Taponando las narices. Una noche, finalmente, el techo de mi
sala de estar sucumbió bajo todo aquel peso. Y a menudo lamentaba no
haber estado allí, en alguna parte, bajo todas aquellas escamas.
Blake Butler
en El atlas de la ceniza
2 comentarios:
Muy buena elección...
"Todos los días son redondos o abuñolados."
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